lunes, 5 de diciembre de 2016

Hola, ¡Cuánto tiempo!, esto es para ti...

Remontar el curso de los acontecimientos, marchar a la contra, naufragar en cada meandro del camino, ir perdiendo escamas y plantarse a contemplar el próximo crepúsculo. Como dijo el poeta “siempre seguí la misma dirección, la difícil la que elige el salmón” y sin dejar de ser un pez de ciudad, sin llegar a parecer un besugo ni convertirme en tiburón pero con la parsimonia de una tortuga. 

En cuanto sales a mar abierto, la leyenda del Gran Azul, la pequeñez te persigue, el nada nadie se instala en tu lóbulo derecho y cada día te grita un poco más fuerte, un poco más rápido, su cansina cantinela. Un día cualquiera te paras, hoy mismo, y miras atrás. No ves el final hacia adelante pero te preocupas de mirar atrás. El Gran Azul, entonces, no es más que una serie de círculos concéntricos, de anillos más grandes y más pequeños, unos ligados, otros inconexos y al gusto de las relaciones sociales del consumidor. Se ven anillos plateados que marcaron tus primeras relaciones familiares más o menos bruñidas o según el caso oxidadas y a partir de ahí salen infinitud de formas circulares que forman una red de pescador, una tela de araña que te atrapó por aquí o por allí. Entre ellos brillan, siempre brillan, unos anillos doraditos que forman la constelación de las personas que te tocaron el alma, la luz de los faros que te hicieron progresar hacia algún lugar. Al primer vistazo esta estructura es escalofriante porque parecen remolinos dispuestos a engullirte y tú, que estás en mitad del Gran Azul, no tienes donde agarrarte o eso te grita la pequeñez. Y miras hacia adelante para comprobar que, por el gratuito hecho de haber mirado atrás, los círculos te van rodeando. Es más, en cada círculo empiezas a vislumbrar manitas que saludan, sonrisas que sobresalen de los reflejos, sombras que se mueven. Y todos tienen algo que decirte, y tú a ellos y el único inconveniente es que no tenéis el mismo aquí ni el mismo ahora. 

Hay una carta en el sombrero, el matasellos sin fecha, el cielo de tango, el sello mojado, la tinta del nombre borrada y lista para leer en voz alta:

Querid (zona de texto ilegible),
Habitante dorado del noveno círculo a la derecha (mi izquierda) hace tiempo que no nos destinamos, probablemente el tiempo no significa lo mismo para cada persona, pero el espacio es, por ahora, algo premeditado y asequible para cualquiera de nuestras partes. Soy perfectamente consciente que antes de pactar con el siempre bien dispuesto espacio hay una dura pugna que librar con el insondable tiempo, caprichoso e imparable y que, en cualquier circunstancia es más o menos fácil derrotar. Aún no distingo minutos de horas ni el canto del cuco del de mi despertador y sigo siendo un caos con sonrisa de sábado. Pero a pesar del maleducado tiempo, a pesar del espacio mal hallado, sigues siendo anillo, sigues siendo oro, plata no es. En mi autovía de trazos sin peaje siempre hay un carril de servicio donde compartir una merienda de locos sin excusas, si adelantas saluda que yo voy con mi ritmo ditirambo, si pinchas tienes a la derecha cada doscientos metros un teléfono de vasito de plástico con hilo, un adelanto de mi tecnología punta.

Básicamente te escribía para anunciarte que he mandado un burofax a mi tiempo para comunicarle al tuyo un pequeño aviso de disponibilidad, un retazo de tiempo, sólo o con leche, que ni vence ni convence pero abre una línea recta entre dos puntos en movimiento constante y con motivo aparente de cerrar el libro sobre la cara y estrechar la sonrisa sobre la mano.

Mientras tanto, pausa dramática, sigo buscando el busca, sigo trazando el trazo, sigo rizando el rizo.


Atenta mente.


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