sábado, 22 de marzo de 2014

El juego de las horas


Siento que a veces todos los relojes se ponen en hora y cantan al unísono una turbia cantinela repetitiva como si anunciaran que alguien viene, y las sombras se materializan en figuras que giran alrededor de mí y me dicen cosas con voces que no entiendo porque provienen de ecos de otro tiempo. Ese es sin duda el ritual de juego de las horas.

Por más que pasan los años no encuentro una mejor forma de ganar tiempo y resolver problemas que a través del juego. El juego permite tomarte las cosas tan en serio como una guerra para al final quitarle la importancia que se merece. Cuando somos/fuimos/seremos niños nos dejamos llevar por el juego, nos apegamos a los retos, nos salen alas en los tobillos y nos metemos en el ojo del huracán. Sin embargo, a medida que crecemos los hombres grises cargan relojes a nuestras espaldas, los retos se convierten en dictaduras de papeles verdes y cada despertar es un lento arrastrarse inerme ante la vida explotando a nuestro alrededor.

Pero el tiempo no cesa, se esconde en las esquinas mirándonos con cara de pícaro y corretea entre los pies haciendo cosquillas en la punta de los dedos, hay que andar descalzos para percibirlo. Algunos se empecinan en seguir la vida como una autopista gris que hay que recorrer en silencio, con dignidad y orgullo. A rey puesto, niño muerto. Otros vamos alegremente correteando por el arcén pintándolo con tizas, persiguiendo gatos por los callejones y parándonos a oler cada flor del campo. No digo que no haya que seguir adelante, pero mientras más tiempo tenemos puesta la vista en el gris infinito de la autopista menos figuras vamos a encontrar en la forma de las nubes.

Madurar es muy duro, es tan duro que cada día me siento desmadurar un poco más y dibujo más, y me quejo menos, y sonrío más y critico menos. Y me complazco en gastar horas muertas en la persecución de duendecillos de papel, en buscar con interés infantil lecturas arcanas y en derramar como si fuera agua, mis pensamientos sobre el papel. Y las horas pasan a nuestro lado y se van llevando primero la inocencia, luego los recuerdos, luego el pelo. Le hago un garabato para que se lo lleve pero me dice que no, que me quiere a mí y que todo lo que sea capaz de hacer se puede quedar para que los demás te recuerden. Y se marchó llevándose el recuerdo de haber hecho aquel garabato. Y desde entonces dibujo, desde entonces escribo, desde entonces me estoy yendo poco a poco, desahuciado por el juego de las horas.


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